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Recuerdos de un C-212 (I)

Lo recuerda como si fuera ayer: toda la noche sin dormir para brincar de la cama a las siete de la mañana.  No era su primera vez, ya disponía de un considerable número de horas de vuelo pese a su corta edad, sin embargo sí se embarcaba en su primer vuelo de seguimiento.

 

Los últimos siete años los había pasado viajando en estafeta militar, de un sitio a otro; el C-212 se había convertido en un medio de transporte más, tan habitual como el coche de sus padres pero mucho más excitante. No puede olvidar la incomodidad de aquellos asientos de lona, dispuestos longitudinalmente y anclados en los laterales del fuselaje, junto con la malla de color verde que servía de respaldo y, a la vez, para asirse al girar la cabeza y mirar por la ventanilla. Aquella distribución interior permitía ver la cara de los que se sentaban en la otra hilera y, de igual manera, ser visto. Enseguida era capaz de adivinar quién no iba a disfrutar de un agradable viaje; cada persona tenía sus trucos para combatir los miedos y el mareo, pero había un comportamiento común entre todos los que no consideraban una suerte el poder viajar en aquella máquina vestida de camuflaje: durante la carrera de despegue, cinturón bien abrochado hasta quitar la respiración, manos fuertemente agarradas a la barra de los asientos (esa que quedaba bajo las rodillas) lo que les permitía hacer presión con los pies, como queriendo sentirse en tierra firme y, finalmente, la mirada fija al frente pero con un ángulo de inclinación de, digamos 30º (y hacia abajo) con respecto al plano horizontal de sus ojos, en un claro intento de no querer cruzar la vista con nadie y que eso les hiciera perder la concentración.

 

Él siempre procuraba sentarse junto al mecánico de vuelo, al que acribillaba a preguntas y con el que se entendía a base de gritos y gestos, entre el ruido de los motores y aquel maravilloso olor a combustible. Una vez pasado un tiempo prudencial, y establecidos al nivel de vuelo correspondiente, su trasero echaba chispas por levantar del asiento y caminar 4 ó 5 pasos hasta la cabina; sí, tenía ese privilegio, no obstante conocía a casi todas las tripulaciones de aquella ruta y no podía desperdiciar ni un minuto de la satisfacción que daba el estar sentado en el tercer asiento del cockpit, entre piloto y copiloto y ligeramente por detrás de la posición de aquéllos.

Saludaba escuetamente y no hablaba si no le preguntaban; su respeto a lo que pasaba en aquel habitáculo era tal que intentaba pasar lo más desapercibido posible, muchas veces queriendo hacerse invisible para no interferir ni molestar en el trabajo de quienes tanto admiraba. Aprendió mucho durante esos años pero nunca se atrevió a preguntar qué demonios eran aquellas ruedas de color negro y dentadas, como un donut al que se le da un bocado. Tampoco lo habría entendido.

 

Los viajes a la ciudad de destino de su padre se componían de dos tramos, con una escala para dejar y recoger pasajeros en la cual se aprovechaba para tomar un café y estirar las piernas. La segunda parte del vuelo era más corta y tenía el aliciente de tomar tierra en uno de los aeropuertos más complicados de la geografía española. La pista disponía de una LDA de 1.428 m, en la configuración más favorable, siendo de 1.198 m en la configuración contraria. Al SW del aeropuerto se levantaba una zona de monte que, años después, fue tristemente noticia por un accidente de aviación comercial. No disponía (ni dispone en la actualidad) de sistema de aproximación de precisión, lo que nos dejaba una aproximación NDB para la configuración más desfavorable.

 

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